martes, 15 de febrero de 2011

La campanada número ventiocho

Me odio por amarte tanto, Eurípides. Me odio por ser débil, estúpida y vulnerable. Porque con sólo un boceto de sonrisa tuyo todo lo que daba por sentado se invierte y destruye.
Me odio por no poder decir basta, me odio por no tener el valor de odiarte a vos. Me odio por no haberme ido con Dorian (¿alguien sabe a dónde fue? Me dijeron que mientras yo dormía dio un portazo y salió). Me odio y me siento miserable. Soy un ser enfermo y desagradable, Eurípides. ¿Qué placer puedo causarte? ¿La sumisión, la alienación total de mi persona para con tu voluntad, la entrega absoluta? ¿Qué es?

Me odio, Esurípides, y dudo que te importe mucho eso mientras yo siga a tu lado haciendo vanos esfuerzos por articular palabra en una discusión. No por falta de argumentos, sino por falta de voz, de coraje. Por miedo. ¿Qué rol cumplo al lado tuyo? ¿Soy algo más que tu capa de lluvia, vieja y estropeada? Para mí siempre fuiste la cueva donde me refugiaba de la tormenta y de los dinosaurios; el espejo mentiroso que aumentaba mi belleza inexistente; la luz a mitad de la noche que ahuyentaba los fantasmas. Y todo lo demás también eras. Todo lo que seguís siendo.

Y te odio, Eurípides, te odio porque cada acto tuyo me envenena hasta el delirio, y me hace amarte irracionalmente, incalculablemente, insaciablemente.

Delia

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