jueves, 10 de febrero de 2011

Cuando estés muerta, Delia.

La miro y la encuentro dormida. De nuevo. La sacudo y le tiro del pelo con fuerza. Ella, pese a esto, se despierta a medias, entreabriendo los ojos, casi mirándome.
 - Despertate, Delia. Ya vas a tener suficiente tiempo para dormir cuando estés muerta.

Delia me da la espalda y se vuelve a dormir. Estúpida. Un espíritu puro: puramente insensato.
No sé si volver a llamarla o salir. Salir corriendo, volando o como fuere, pero salir. El mundo entero me causa una sensación indescriptible que oscila entre la claustrofobia y la agorafobia. Necesito salir, luego necesito volver.

Soy demasiado joven y hermoso para quedarme acá a pudrirme; pero también soy demasiado desalmado y repulsivo como para merecer estar vivo. Entonces tengo ese constante deseo de salir a gastar el mundo en tiempo record.

Mañana. Mañana mismo podría estar muerto y a nadie le importaría. Nadie sufriría mi ausencia, nadie discreparía en que merecía morir.
Sin embargo no me importa, voy a morir en mi plenitud y seré un cadáver exquisito, perfecto. Una porcelana virgen que, al romperse, le saldrán gusanos del interior.

Si, soy un parásito, pero un parásito con aspecto de flor: una rosa color sangre con puas enormes y fragancia a basurero. ¿A quién puede importarle si muero? ¿A quién si vivo?

Entonces por eso, y únicamente movido por el terror al tiempo desperdiciado y a morir sin haber visto y hecho lo suficiente, recorro el mundo en una danza dionisíaca frenética al compás de la desesperación. No me interesa si el mundo se cae a pedazos, con tal de haber visto su esplendor para poder gozar al verlo desplomarse, junto a todos los que, como Delia, viven de forma absurda una existencia plana y uniforme.

Mejor la dejo que duerma: con suerte va a morir antes de despertarse y nunca se dará cuenta de todo lo que se perdió.

Dorian

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