miércoles, 25 de julio de 2012

Nox est perpetua una dormienda.

Brillaba con su brillo -con la luz que creía que le era propia.
Por ende me opaqué con su opacidad: cuando se abalanzó la oscuridad sobre mis notas.

Juro que intenté encender no una, sino mil velas. Juro que abrí todas las ventanas de par en par.
Hice todo lo que se me ocurrió para alejar la oscuridad, pero fue inútil: afuera la noche cenaba recuerdos pasados, y soplaba tinieblas dentro de mi armario.
Cuando abrí la primera puerta ya no había fotos: solamente rectángulos negros, sin siluetas, sin formas distinguibles. Abrí la segunda y cayó un cuaderno del que se desprendieron las hojas y se quemaron solas.
Y así, con cada puerta fue pasando algo similar.
Y de golpe quedó solamente el vacío. Las velas se apagaron, la noche rompió un vidrio y se acostó en mi cama. Ya no hice nada para echarla. ¿Qué más podía hacer? Me rendí, me cansé.
Tomé mis libros, mis discos y mis ménades y me fui. Me fui a morir a otra parte. No era justo terminar mis días en el silencio y la oscuridad que había invadido mi cuarto.
Mientras caminaba pensaba en cómo el mundo se acababa con cada paso que daba para alejarme, y en cómo moriría irremediablemente en la intemperie. Pero viví.
Viví al darme cuenta que podía caminar sin zapatos. Y de repente supe que todos los cantos a la lluvia intentaban disfrazar el avance de la oscuridad.
Ahora sigo caminando, esperando que se despeje, o quizá que llueva con sol.

Tercer ente 

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